Mi odisea con los tratamientos faciales

Cuando echo la vista atrás a mi adolescencia y principios de los veinte, no puedo evitar sonreír y, a veces, un poco de vergüenza ajena, al recordar mi odisea con los tratamientos cara. No era solo una cuestión de vanidad; para mí, tener la piel «perfecta» se convirtió en una especie de obsesión, impulsada por las revistas, la publicidad y, por supuesto, la presión social de querer encajar.

Todo empezó con el acné. Aquellos granitos rebeldes parecían tener vida propia y decidieron acampar en mi cara justo cuando más insegura me sentía. Mi primera línea de defensa fueron las cremas de farmacia, con sus promesas de milagros nocturnos. Pasé por todas las marcas habidas y por haber, sintiendo mi piel seca, tirante, y con la esperanza de ver un cambio radical cada mañana. Recuerdo el olor peculiar de algunas de ellas y la frustración cuando el espejo seguía mostrándome lo mismo.

Luego vino la fase de los remedios caseros. Mi abuela, con toda su buena intención, me sugirió mascarillas de miel y limón, de pepino, de yogur… La cocina se convirtió en mi laboratorio de belleza. Me untaba la cara con cualquier cosa que prometiera «limpiar y purificar», y aunque a veces sentía la piel más suave, el problema persistía. Mis amigas y yo compartíamos nuestros descubrimientos, intercambiando recetas y anécdotas de narices «despegadas» por tiras limpiadoras o de caras rojas como tomates por exfoliantes demasiado agresivos.

La cosa se puso más seria cuando mi madre me llevó al dermatólogo. Ahí llegó la artillería pesada: medicación oral, tratamientos tópicos con nombres complicados y, sí, las temidas limpiezas faciales profesionales. Recuerdo la primera vez que me sometí a una; entre el vapor y las extracciones, sentía que me estaban despojando de una capa de piel. Salía con la cara roja y brillante, esperando que, por fin, todo valiese la pena.

Con el tiempo, el acné fue remitiendo, pero mi búsqueda de la «piel ideal» no. Pasé a preocuparme por los poros, por la luminosidad, por las pequeñas imperfecciones. Probé los sérums, los tónicos coreanos de mil pasos, los rodillos de jade, y hasta algunas terapias con luces LED en casa. Cada nuevo producto era una promesa, un rayo de esperanza en mi búsqueda de esa piel de porcelana que veía en las redes sociales.

Hoy, miro atrás y me doy cuenta de lo mucho que me preocupaba por algo que, en la gran escala de la vida, era relativamente insignificante. Aprendí, no sin antes gastar una pequeña fortuna y someterme a alguna que otra incomodidad, que la piel es un reflejo de muchas cosas: la alimentación, el estrés, el descanso. Y lo más importante, aprendí a aceptarme. Aunque sigo cuidando mi piel, ahora lo hago desde un lugar de respeto y no de obsesión. Mi odisea con los tratamientos faciales me enseñó, a mi manera, una valiosa lección de autoaceptación.


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