La primera vez que crucé la puerta de mi despacho con una mujer que temblaba al hablar, supe que mi trabajo iba mucho más allá de los documentos legales y las citas en los juzgados. Sus manos, apretadas con fuerza sobre el bolso, parecían aferrarse a un hilo de esperanza, aunque sus ojos reflejaban un miedo que no se describe con palabras. En ese momento, entendí que ser abogado violencia de género en Cambre no solo implica defender derechos, sino también sostener almas rotas, acompañarlas en su camino hacia la luz y mostrarles que hay un futuro posible, uno donde la seguridad y la dignidad no sean solo sueños lejanos. Cada caso que llega a mí es una historia única, pero todas comparten un denominador común: la necesidad de un refugio, de alguien que escuche sin juzgar, que actúe con firmeza y que, sobre todo, crea en ellas.
No es fácil describir la carga emocional que implica este trabajo. Cada relato que escucho es un peso que se queda conmigo, pero también es un recordatorio de por qué elegí este camino. Acompañar a una víctima de violencia de género requiere mucho más que conocimientos legales; exige empatía, paciencia y una sensibilidad afinada para entender que cada paso que da esa persona es una victoria. Desde el primer contacto, cuando muchas veces apenas pueden articular lo que han vivido, hasta el momento en que se sientan frente a un juez, mi labor es ser ese escudo que las protege, no solo de las amenazas externas, sino también de la duda interna que las hace cuestionarse si merecen algo mejor. He visto cómo una conversación calmada, un plan legal claro o incluso un gesto tan simple como ofrecer un vaso de agua pueden marcar la diferencia en un momento de vulnerabilidad absoluta.
El impacto de un acompañamiento especializado trasciende los tribunales. No se trata solo de ganar un caso, aunque cada sentencia favorable es un paso hacia la justicia. Se trata de reconstruir vidas, de ayudar a estas mujeres a recuperar la confianza en sí mismas y en el mundo que las rodea. Recuerdo a una clienta que, tras meses de trabajo conjunto, me dijo que por primera vez en años sentía que podía respirar sin miedo. Ese instante, esa chispa de alivio en su mirada, es lo que me impulsa a seguir. No es un proceso lineal ni rápido; la sanación lleva tiempo, y los obstáculos legales, emocionales y sociales pueden ser abrumadores. Pero cada pequeño avance, desde obtener una orden de alejamiento hasta lograr que una víctima se sienta lo suficientemente fuerte para retomar las riendas de su vida, es un ladrillo en la construcción de un futuro más seguro.
En la comarca, el trabajo de los profesionales que combatimos la violencia de género también tiene un impacto colectivo. Cada caso que se resuelve con justicia envía un mensaje a la comunidad: no estamos solos, y no toleraremos que la violencia siga robando vidas. Fomentar la conciencia es parte de nuestra misión. Hablo con vecinos, participo en charlas y colaboro con asociaciones locales para que todos comprendamos que la violencia de género no es un problema privado, sino una herida social que nos afecta a todos. Cuando una mujer se atreve a dar el paso y buscar ayuda, no solo está salvándose a sí misma, sino que está abriendo la puerta para que otras lo hagan. Es un acto de valentía que reverbera, que inspira y que, poco a poco, cambia el tejido de nuestra comunidad.
Ser un defensor incansable en este ámbito significa estar dispuesto a caminar junto a las víctimas en sus momentos más oscuros, pero también celebrar con ellas cuando comienzan a vislumbrar la luz. Cada historia de superación es un recordatorio de que, aunque el camino es arduo, la esperanza siempre encuentra la manera de abrirse paso. Mi compromiso es seguir siendo ese faro, esa mano que sostiene y ese escudo que protege, porque cada vida que ayudamos a reconstruir es un paso hacia un futuro donde nadie tenga que vivir con miedo.